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La enfermedad del hombre invisible

en dos segundos dejarás de verlo...

En dos segundos dejarás de verlo…

A veces lees a los lectores, o les escuchas en las terrazas, y entonces comprendes por qué se separan con tanta frecuencia tanta energía las realidades de las percepciones.

Siempre dijeron que la mona vestida de seda se quedaba simia, pero ahora resulta que no, que la ruina vestida de seda se convierte en brotes verdes, luz al final del túnel o cualquier otra chorrada que se le ocurra al que genera los eslóganes.

Decían por aquí mismo que habrá recuperación o no, que seguiremos con la crisis o no, pero que lo que sí estaba claro era que si sales a dar un paseo ves las terrazas llenas, y si vas al supermercado está lleno de gente comprando, y si vas a una Gran Superficie a veces no puedes ni aparcar.

Y cuando lo lees te preguntas primero si muchas veces te habrás pasado de pesimista en los escritos y luego recuerdas todos aquellos vídeos que te tragaste para escribir las novelas sobre la guerra Mundial.   ¿Y sabéis qué pasa? Que en el 45, en el Berlín lleno de escombros, también estaban las tiendas llenas y había un montón de gente caminando por las calles.

Y en el 18, después de muchos millones de muertos, también estaban a rebosar los cafés y los cabarets de París. Los siete millones de jóvenes que ya no estaban allí no los veía nadie, y los echaban de menos sus madres y sus novias, pero los demás decían también: ¡qué barbaridad!¡cuánta gente hay!

Porque afortunadamente vemos a los vivos, que son los que llenan las tiendas y los cafés. Porque afortunadamente no nos llevan a casa de los que tienen que estirar como gominola en verano lo que queda del subsidio, la ayuda del abuelo o los escasos ahorros de tiempos mejores.

Vemos ahora a los que están en las tiendas, los que ocupan los aparcamientos y los que están en las terrazas porque los otros, los que han dejado de fumar por causa de fuerza mayor, los que ya no pueden ir a las tiendas, ni pueden entrar ne los bares ni les queda más entretenimiento que la tele y un paseo de cuando en vez, esos se han convertido en invisibles, esos ya no importan a nadie, ni existen en ningún lado.

Los bares a los que iban, cerraron. Cerraron las carnicerías y las pescaderías que los surtían. Cerraron hasta las sucursales donde tenían los ahorros o la hipoteca, y detrás, uno por uno, fueron cerrando ellos las ventanas.

Porque hoy, ser pobre es como estar muerto.

Los pobres ya, ni estorban.

 

Javier Pérez