Archivo por meses: agosto 2009

Otros mercados (Lo que hay que saber)

Porque hay otros mercados, además del hipotecario, el de divisas y el de valores...

Porque hay otros mercados, además del hipotecario, el de divisas y el de valores...

Estamos en agosto y hoy me apetece hablar en otro tono. Permitid que me sustituya hoy mi otro yo, aunque sólo sea para deciros, entre líneas, que lo de la hipoteca no es para tanto.

Soy el autor de esta historia, pero su propietario legal, a quien debo y quiero mencionar, por justicia y agradecimiento, es el ayuntamiento de Lugo, que me animó con su premio Anxel Fole a no dar el teclado a los demonios y dedicarme a poner ladrillo cara vista.

Perdonadme si es demasiado largo, pero hay cosas que no se pueden decir en menos palabras. Con esto, me despido hasta septiembre, dejándoos en la inmejorable compañía de Mburuvicha y su inconfundible híbrido de pluma y espada.

Feliz verano. 

Ya lo decía el viejo Quohelet, aquel agorero que se regodeaba en recordar que todos los ríos van al mar pero el mar nunca se llena. Ya lo decía Quohelet: donde hay mucho conocimiento hay mucho dolor. Donde hay mucha ciencia, hay mucho sufrimiento.

Y donde no, también. Eso olvidó añadir.

Dicen que la ignorancia nos iguala a los animales, y que volver la espalda a la realidad nos convierte en esclavos, porque esclavo es el que no es dueño de su vida sino que pertenece a un amo que piensa y decide por él. Dicen que no hay nada peor que ir a la cárcel sin conocer el plazo, o esperar la ejecución sin saber a ciencia cierta en qué fecha vendrá el verdugo a convertir un corredor en laberinto.

Puede ser.

Pero dicen también que sólo lo inesperado puede contener algún mensaje, porque lo sabido es mudo. Y dicen que de toda prisión se puede escapar mejor que de la cárcel de uno mismo. Y dicen que a los cíclopes se les dio a conocer la fecha de su muerte y por eso perdieron toda alegría. Y un ojo.

¿Es mejor saber o no saber?

Es mejor saber lo que hay que saber.

Esa es la respuesta. La única buena.

Saber, por ejemplo, que nuestro hijo tiene dos años, que está cada día más guapo y que ya dice algunas palabras. Saber que de pronto empieza a comer peor que de costumbre y que parece que se ha puesto enfermo. Eso es saber algo importante.

Saber que después de recorrer centros y hospitales, de hacer análisis y más análisis, de ponerle todas las vacunas contra los virus infantiles de guardería, y de probar todos los remedios modernos y caseros de que nos han hablado, sigue enfermo.

Saber que hay que alegrarse cuando el pediatra decide al fin examinarlo a fondo, porque parece que no es una de esas enfermedades sin importancia que contraen los niños. Deberías irritarte porque no lo hubiera hecho antes. Deberías agarrarlo por las solapas de la bata y decirle cuatro palabras, después de las semanas que has pasado, pero te alegras porque sabes cómo es el mundo y sabes que tienes que alegrarte. Lo sabes y te alegras de que lo hayan examinado ahora en lugar del mes que viene.

Saber llorar cuando te dice el médico que el niño tiene una cardiopatía congénita. Te lo explican con media docena de tecnicismos que no entiendes, y hasta te muestran unos cuantos dibujos que no te dicen nada, porque eres incapaz de imaginar a tu hijo como algo más que su carita sonriente. Pero es igual. Sabes que es grave. Sabes que puede ser incluso muy grave y palideces como si la piel fuese alérgica ala sangre.

Saber llorar y saber tener esperanza. Porque hay esperanza y hay que saber creer en ella, aunque sea escasa. Aprender a creer en algo: eso sí que es tarea difícil. Pero lo necesitas a toda costa y aprendes. Y al final sabes creer en esa esperanza. Y crees con la furia de los conversos, con el fervor de los alcanzados por el rayo.

Saber que no responde al tratamiento. Que la enfermedad es grave, que el médico tuerce el gesto cuando revisa la analítica y la radióloga mira a otro lado cuando buscas su mirada, que el niño se seguirá apagando hasta encontrarlo frío un día en la cuna. Hay que saber eso.

Saberlo de veras es asumirlo. Tener conocimiento de una cosa no es saberla. Hay que saberla por dentro, no por fuera. Saber es interiorizar, poner dentro lo que está fuera. Pero poner dentro algo así es como tragarse una granada de mano después de quitarle la anilla. Y sonriendo, además, porque no quieres que el niño te note nada. Te tragas la granada y dices “mira qué rica la golosina que se ha comido papá”.

Y finalmente lo sabes. Te ha costado, pero al fin lo sabes. Juegas con él sabiendo que cada día puede ser el último, y te desesperas imaginando un ataúd blanco. Y lo abrazas más de la cuenta, como si lo quisieras más porque se vaya a morir que si estuviera sano. Sabes que es una tontería, pero lo sigues abrazando. ¿Desde cuando los abrazos saben lógica?, ¿desde cuando tienen miedo a surgir de tonterías?

Y te dicen que existe aún una esperanza.

Y entonces cambias el saber por el esperar. Si saber ya era difícil, esperar es tarea de héroes.

Porque se trata de esperar. Esperar que muera algún niño de su edad. De otro mal cualquiera. En un accidente de tráfico. En un accidente doméstico. De uno de esos tumores infantiles que se disgregan y subdividen a dos veces la velocidad de la luz. Lo que sea. Da igual.

Y te conviertes en un buitre esperando que se muera el hijo de otro y te quiera ceder un corazón. Y sabes que lo deseas. Te lo niegas. Pero sabes que es así.

Lo deseas.

Entonces es cuando sabes demasiado y quisieras ser un ignorante.

Tratas de no pensar en ello y el deseo de apartarlo de tu mente te hace tenerlo presente a todas horas.

Pero pasa el tiempo y el corazón no llega. Maldices entre dientes y entre lágrimas. Maldices en voz baja porque no te atreves a quejarte de que no se muera otro niño. A falta de mejor remedio se te ocurrió rezar y te sentiste un blasfemo. Ya ni a rezar te atreves: Dios no es para ti, porque pides un mal; el diablo no es para ti, porque lo pides para un bien. Mejor dejarlo.

Y entonces un día te enteras de que quizá no sea preciso esperar. Alguien te informa de un par de cosas que no deberías saber y te pones al corriente. Quisieras no saberlo, pero preguntas, y haces unas cuantas llamadas. No quieres saberlo pero crece la avidez de conocimiento.

Y sabes al fin que en algún lugar de Centroamérica te venden un corazón. Te horroriza pensar que se puedan vender esas cosas. Te parece espantoso mientras preguntas el precio aunque no lo quieres saber. Te dicen cuanto costaría con absoluta frialdad. Y lo puedes pagar.

Y sabes que los corazones de niños de dos años no crecen en los árboles como las manzanas. Ni son bulbos como las cebollas. Ni tubérculos como las patatas. Los corazones de niños de dos años crecen en niños de dos años, por supuesto, pero esa es una evidencia a la que no eres capaz de llegar. Lo intentas pero no puedes. No consigues saberlo.

Prefieres ser ignorante. Y creer que lo sacarán de la tierra con una azada. Llegas a creerlo. Lo crees de veras, con toda el alma. A veces incluso lo imaginas: un corazón palpitante saliendo de la tierra y un campesino moreno que te lo ofrece con una sonrisa reluciente.

Y compras el billete de avión convencido de que así es: saldrá de la tierra y lo sacarán con una azada. No puede ser de otro modo. Es impensable que sea de otro modo. No sería lógico.

Y pagas.

Y le hacen el trasplante a tu hijo en una clínica privada, aparentemente imposible en un sitio así. Una clínica moderna y reluciente con médicos de peinado impecable y enfermeras sonrientes. No puede existir tal cosa en semejante sitio, pero sí que es posible. Y sabes por qué es posible. Y prefieres no saberlo, pero pagas, y lo sabes.

Y estás un mes allí, casi dos. Y no miras a la gente. Y te dices que el menor de doce hermanos ha salvado del hambre a los otros once, pocos segundos antes de que se lo llevase el tifus. Un minuto antes de que lo atropellara un autobús. Justo cuando iba a destrozarlo un meteorito. Cualquier cosa te vale. Te vale lo que sea.

Y te dices que has hecho un bien. Y sabes que te lo has hecho. No cabe duda de que es un bien.

Y tu hijo te sonríe cuando vuelves a casa. Y con el ronroneo de los motores del avión se queda dormido. No puedes apartar los ojos de él mientras duerme.

Y sabes que has hecho lo que tenías que hacer.

Tu hijo está contigo y te sonríe: sabes lo que tienes que saber. Y te gustaría no saber más.

Sólo falta encontrar a quien te venda la ignorancia.

Sólo eso.

La hipoteca eterna

Acabó de pagar la hipoteca allá por 1215...

Acabó de pagar la hipoteca allá por 1215...

Hoy quizás me encontréis un poco extraño. Son las cuatro de la mañana y os escribo desde Valbuena de la Encomienda, más concretamente desde un sitio que se llama “la Vuelta de Tuerca”. Nada menos.

El otro habitante del pueblo, porque hoy somos dos, bajó a jugar la partida a un bar que está a ocho kilómetros y volvió hace un rato. Lo sé porque estoy escribiendo con el portátil, en unas mesas de piedra, bajo las estrellas, y nos dimos las buenas noches. Ahora somos muchedumbre.

Lo creáis o no, aquí hace un frío del carajo, como once grados, y me he sacado la botella de aguardiente para que me haga compañía y me dé calefacción. En León somos así de brutos a veces. Nuca había contado que soy de León, ¿no? Es igual: ya está dicho y va como pretexto o coartada. Lo del aguardiente, por supuesto.

Este es un blog de hipotecas, pero en este lugar en el que me encuentro, hablar de hipotecas es como hablar de si hay vida en Marte. Le he preguntado por vuestra hipoteca, y por la mía, a una lechuza que pasó hace un rato y me dijo que se la soplaban.

Pero calculodehipoteca.net no cierra en Agosto, y aquí me tenéis, al Ladríllez de siempre, Javier para los amigos, intentado contaros cosas tan antiguas como que al que nace para la noria del cielo le cae el yugo. En España hablar de yugos recuerda al yugo y las flechas, el símbolo de la Falange, un partido que nació para obrero y que hicieron de extrema derecha a fuerza de estacazos (véase Hedilla). En realidad, el yugo y las flechas son símbolos anteriores, de los Reyes Católicos, y significan la unión (el yugo) hace la fuerza (las flechas), pero eso no le interesa a nadie, porque la unión es un concepto desacreditado, sobre todo por los que nos quieren dispersos y subjetivos.

En estos montes de Cristo, con la luna a media asta, me atrevo a deciros hoy que la hipoteca perpetua no es un mal necesario, como la vejez o la muerte. Nos hipotecamos porque queremos, y nos calificamos de urbanitas porque autodenominarnos idiotas nos da vergüenza. Las cosas que nos importan no están sólo donde los pisos cuestan trescientos mil euros, y las que están son accesibles por mucho menos de lo que pagamos. Le echamos la culpa al gobierno, por no ayudar, o a los ayuntamientos por recalificar terrenos a cuentagotas y poniendo el cazo, pero lo cierto es que somos nosotros, concentrándonos masivamente en zonas muy concretas, los que hacemos subir el precio de la vivienda.

¿Sabéis lo que cuesta una vivienda aquí? Seis mil euros. Y otros treinta mil arreglarla. Id a la calculadora de hipotecas de esta misma página y calculad la cuota: ¿ciento quince euros? Más o menos.

Y a treinta kilómetros de dos ciudades donde se puede encontrar trabajo, colegios, hospitales y lo que haga falta. A ochenta de una Universidad. A ciento cincuenta del mar. ¿Y qué podríamos hacer con la diferencia entre ese dinero y lo que estamos pagando? Yo lo sé muy bien. Cada cual haga sus cuentas.

El aguardiente, la noche, o yo, uno de los tres, se siente hoy en la obligación de deciros que sí, que otra realidad es posible, pero no se construye desde las armas o la revolución, sino desde la distancia, física e intelectual, a las cosas que creemos imprescindibles u obligatorias. No venceremos al sistema luchando todos por el mismo ático en el mismo barrio. No seremos más libres acatando su ley de abaratar los costes teniéndonos a todos juntos en unos pocos kilómetros cuadrados. La dispersión beneficia al ciudadano y perjudica al gran capital y a todo el que quiere controlar a las personas. Hasta que no entendemos eso, estaremos condenados a la hipoteca perpetua, que es, aunque ya lo sabéis, un mecanismo para obligarnos a aceptar los que nos echen con tal de no perder la esperanza de ser un día propietarios.

¿Propietarios de qué? De la condena de otro cuando, ya viejos y sin fuerzas, vendamos el piso.

Ser el amo de la condena de otro. Ese es nuestro premio.

Al diablo le pasa otro tanto. Qué curioso.

 

 

Cuidado con el diferencial

Si te descuidas, te empluman

Si te descuidas, te empluman

Algunos indios americanos morían al internarlos en prisión, porque no eran capaces de ver más allá del presente y pensaban que la pérdida de libertad era definitiva. Los amigos de lo primitivo alaban este rasgo diciendo que morían pro su extremado aprecio a la libertad, pero otros, como Von Humboldt, con sentir también cierta simpatía por esos indígenas, creían que se debía a su absoluta incapacidad intelectual para un concepto tan abstracto como el futuro.

El Euribor está bajando, y posiblemente siga bajando en los próximos meses, hasta el momento en que las economías de nuestro entorno se saneen y los bancos centrales empiecen entonces a subir los tipos de interés para combatir la oleada inflacionista que sin duda llegará.

Aprovechando que los tipos están por los suelos y que el crédito es difícil de conseguir, los bancos están duplicando y hasta triplicando los diferenciales que antes solían aplicar. Donde veíamos Euribor más medio punto o Euribor más un punto, vemos ahora, Euribor más dos puntos o incluso diferenciales superiores en algunas ocasiones.

El ciudadano de a pie sólo cuenta la cuota que le va a salir a pagar, y como le resulta asumible, la da por buena y firma. El ciudadano de a pie, o sea nosotros, se está comportando como el indio al que metían en la cárcel: piensa que el tipo de interés actual será para siempre, sin darse cuenta de que aceptar un diferencial alto lo pone al borde del abismo en el momento en el que los tipos suban, y si se firma a veinticinco o treinta años, ¡seguro que en ese periodo subirán!

Por eso, antes de aceptar cualquier diferencial, es importante que hagamos la cuenta de lo que eso va a suponer cuando el Euribor vuelva a estar al cuatro o al cinco por ciento, porque el Euribor sube y baja, pero el diferencial es para siempre.

O sea: no hagamos el indio.

 

Previsiones sobre el Euribor y la crisis

ZP dice que es una panadería y hará pan para todos, pero no me fío...

ZP dice que es una panadería y hará pan para todos, pero no me fío...

Como ya sabéis, las previsiones económicas se siguen haciendo porque la gente tiene la clemencia de no revisarlas luego, o de revisarlas con una sonrisa en los labios. Oí decir una vez que no hay nada más divertido que una revista del corazón atrasada, pero yo os digo que hay otra cosa aún más humorística: un periódico económico atrasado.

Digo todo esto para que me permitáis la osadía, a mí, un pobre pringado, de realizar una previsión económica sobre la crisis y los tipos de interés, como el Euribor. Eso sí: por mi parte, corresponderé a vuestra amabilidad dando razones y argumentos un poco más consistentes que los de los políticos. No es tan difícil: cualquier cosa es más consistente que la nada.

Vamos a ello:

Entre las muchas razones por las que surgido esta crisis, yo quiero destacar la abundancia de liquidez. El miedo a la recesión hizo bajar los tipos de interés a unos valores en los que el dinero perdía valor real a medida que incrementaba su nominal, con lo que los capitales se refugiaron en valores tangibles, y el más tangible es el piso. De ahí que se formase una gran burbuja inmobiliaria, pues como el dinero costaba menos que la inflación, comprar bienes inmuebles era un opción interesante.

Por muchas razones que no me paro a analizar ahora (para no escribir un tocho), el sistema financiero se fue a hacer puñetas y entramos justamente en lo contrario: en una escasez de liquidez. Pero esa escasez no se ha acompañado de una subida de los tipos de interés, como sería lo normal, con lo cual, queda aún por pagar el coste real de la crisis.

Esta es la primera clave: los tipos de interés están bajos, pero los bancos no prestan. Algo no funciona.

En segundo lugar, quiero señalar hacia el valor de las monedas. Como ya sabréis, la libra esterlina se depreció casi un veinte por ciento, y el dolar ha bajado más de un cuarenta frente al euro en pocos años. Son muchas las voces que se preguntan por qué el Euro sigue tan alto cuando la economía europea depende tanto de las exportaciones y un euro alto es tan perjudicial para nuestra competitividad frente al exterior. Nuestro sector turístico, por ejemplo, acusa el golpe del Euro alto, porque, al cambio, hace mucho más barato irse a Túnez, a Croacia o a Indonesia.

A mi juicio, la razón de este desmán es doble, pero tiene un mismo origen: Alemania es país acreedor y Alemania tiene balanza comercial positiva de nada menos que 270.000 millones de euros al año. La cosa, pues, está clara: el que recibe más de lo que entrega y el que espera cobrar de los demás no quiere de ningún modo que la moneda baje, porque eso le haría recibir menos por los dos conceptos.

Por tanto, una devaluación del euro sólo será posible cuando la situación alemana haya empeorado lo suficiente para que convenga a los que verdaderamente tienen el poder en Europa (o sea, ellos) y entonces veremos también una subida de los tipos de interés.

A mi juicio, el de un pobre pringado, el momento más duro de esta crisis vendrá cuando los países de nuestro entorno, especialmente Alemania, salgan del bache y nosotros no podamos seguir los nuevos criterios de convergencia por el salvaje incremento del déficit público que ha alentado nuestro gobierno. En ese momento se recortarán brutalmente y de un golpe los gastos públicos, al tiempo que veremos como el Euribor sube de nuevo al 5% o al 6% con la misma rapidez con que bajó.

Dicho lo anterior, os recomiendo que sigáis la evolución de la economía alemana, porque ese es el reloj que marca la cuenta atrás.

Si mis cálculos son correctos, que seguro que no lo son, a finales de 2010 ellos estarán listos para otro salto adelante y EEUU habrá resuelto en parte su agujero financiero. Contad, para entonces, con que los tipos de interés se tripliquen. Y eso si Zapatero detiene el gasto público: si no, contad con algo cercano a una bancarrota cuyos efectos, afortunadamente, se me escapan.