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La estética del perdedor

el romanticismo de la decadencia es romántico porque no es racional...

el romanticismo de la decadencia es romántico porque no es racional...

Soy de los que creen que la economía debería ser, ante todo, una rama de la sociología, así que poerdonadme proque de vez en cuando os encaje estos párrafos en vez de hablar de Euribor e hipotecas.

Algunas veces, en los comentarios, me habéis oído decir que la pobreza no es una cualidad moral. Lo pienso de veras: se puede ser pobre y honrado, y también se puede ser pobre y canalla. La pobreza, por tanto, ni nos mejora no nos empeora.

¿Y a qué viene este ataque de la armada de la obviedad? A que empiezo a darme cuenta de que hay cosas que es obligatorio decir, porque alguna especie de monstruo maligno nos ha comido la lógica.

Ser pobre es una mierda. Y sus consecuencias son peores. La única manera de ser pobre y disfrutarlo es huyendo de sus consecuencias, como algunas comunidades religiosas, que no tienen nada pero disponen de todo en caso de emergencia.

Perder las guerras es malo, porque no existe ninguna estética del perdedor fuera de la épica de su resistencia, que, si os fijáis no tiene que ver con perder, sino con resistir, que es otra cosa. El que se apoya en la barra del bar a rumiar sus penas con un cigarrillo a medio apagar entre los labios no está resistiendo. Está regodeándose. La estética del perdedor es, casi siempre, la estética del regodeo, o una simple pose para justificar su rendición

Con todo esto vengo a decir que tengo la impresión de que esta crisis y esta presión sobre el crédito y la hipoteca han servido para que muchos crean abierta la veda de la lamentación pasiva, esa clase de lamentación que lleva a no hacer nada, no intentar nada y no emprender nada, porque los tiempos están malos.

Entre las razones por las que en España durará la crisis más que en otros lugares, propongo que apuntéis esta nueva: porque nos sirve de disculpa y de pretexto para la fatalidad y la vagancia que tanto nos gustan.

Así de sólidas son a veces las coartadas.

 

La desvergüenza de las cláusulas suelo

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La ley del banco: sólo pueden ganar ellos

Hasta hace bien poquito nadie había oído hablar de ellas, eran como ese familiar del que no sabes nada, pero que luego resulta que aparece de buenas a primeras y te dice que es tu primo, tu tío, o vete tú a saber quien demonios es.

Han aparecido en el momento en el que el Euribor ha comenzado a desplomarse, y entonces hemos comprendido, pobres inocentes, que las entidades financieras no son tontas y se cubren ante cualquier situación, por ejemplo, que bajen los tipos de interés.

Incrédulos hemos acudido a nuestros contratos de hipoteca, porque no nos podíamos creer que nuestra cuota no estuviera bajando al mismo ritmo que los tipos de interés, y hemos encontrado, sí, allí escondida, donde nadie la podía ver, donde nadie acudiría a buscarla, a la cláusula suelo, esa maldita que tanto daño nos está haciendo ahora.

Según ha denunciado la organización de consumidores FACUA, todos nosotros que pagamos nuestras hipotecas religiosamente, estamos perdiendo alrededor de 2.000 euros, una cantidad que nos la podríamos estar ahorrando, pero que estamos condenados a seguir pagando a los bancos y cajas.

Este es el tipo de abusos de los que los Gobiernos deberían de protegernos, porque no es justo que exista una cláusula suelo y no exista, por ejemplo, una cláusula cielo, no puede ser que siempre ganen los mismos, y que todo vaya al mismo saco.

Desde mi punto de vista, el Gobierno debería de emitir una serie de cláusulas generales que todos los contratos de hipoteca deberían de tener, y otras tantas que no fueran permitidas, bajo ningún concepto, en este tipo de contratos.

Para eso están los gobiernos, para salvaguardar los intereses de sus ciudadanos, nada de para salir en la foto, ni para lucir palmito en las reuniones de postín.

Sin embargo, mucho me temo que los intereses creados por las entidades financieras son demasiado importantes como para que un Gobierno, sea del signo político que sea, pueda llegar a imponer un control sobre los contratos que firman.

Eso sí, siempre debería de haber cierta libertad para que cada entidad pueda establecer sus condiciones particulares, dentro de un marco regulatorio común.

Si no, lo que sucede es que los grandes perjudicados seguimos siendo, como siempre, los consumidores que nos limitamos a pagar nuestras cuotas mensuales.